Por Federico Aranda, Politólogo. Investigador del Programa de Gobierno, Políticas Públicas y Transformación Social de la UNAJ
Jano, uno de los dioses más interesantes en la mitología de la Antigua Roma, es representado bajo la forma de un ser con dos caras contrapuestas, que miran en direcciones contrarias. A diferencia de otras deidades, Jano no tiene un equivalente en la mitología griega, y la leyenda que le da origen se pierde en la memoria colectiva de la primitiva civilización. Existen diversos relatos sobre su nacimiento, los cuales atribuyen significados distintos a la particular fisionomía que lo caracteriza. Sin embargo, la cultura popular ha encontrado en este dios una figura para simbolizar la dualidad, los opuestos que conviven en un mismo ser.
Por estos días, en los que la excepción se ha transformado en regla, en los que la mejor forma de ayudarnos mutuamente es aislándonos y en donde los conceptos de solidaridad y de distanciamiento social son habilitados para ser usados como sinónimos, la figura de Jano nos invita a reflexionar sobre la naturaleza dual de la mayoría de las cosas que constituyen lo que se nos revela como el desierto de lo real.
El freno impuesto al tiempo como unidad productiva –esa concepción con la que convivimos y a la que el teletrabajo arroja su salvavidas– enfrenta a las personas con la realidad de la propia existencia. En un suceso de introspección masiva, en mayor o menor grado, millones de personas se encuentran ante la pregunta sobre el sentido de las cosas en general, y de sus propias vidas en particular. Esto se produce en simultáneo al bombardeo de información que en medios de comunicación y redes sociales expone un hecho tan simple como agobiante para quien nunca se vio interpelado por él: la precariedad de la existencia humana. Uno de los grandes tabúes de la cultura occidental, la muerte, desborda los límites territoriales donde parecía estar recluida como fenómeno masivo –esos países lejanos, con guerras y hambrunas permanentes, con que buscan conmovernos las propagandas de Médicos Sin Fronteras– y se instala en lugares que sentíamos familiares, seguros.
¿Cómo no pensar, entonces? ¿Cómo no salirnos de nosotros mismos y aventurarnos en la comparación del mundo que conocimos con el mundo que vendrá? Pero, ¿qué mundo conocimos? ¿y qué mundo vendrá? Como si estuviéramos de frente a solo una de las caras de Jano, la forma en la que analizamos estos cambios –o continuidades– corre el riego de reducirse a una simple expresión de nuestros propios deseos, si no percibimos que del lado inverso siempre hay algo más.
En estas semanas, y a través de los distintos medios que la cuarentena potencia, se han intercambiado diferentes lecturas sobre la situación nacional y global que la pandemia ha provocado o precipitado, poniendo sobre la mesa algunas dualidades sobre las que vale la pena meditar: individuo/sociedad, salud/economía, virtualidad/realidad, capitalismo/socialismo, globalización/cierre de fronteras, son alguna de ellas.
Me enfocaré en las dos caras de una de las principales consecuencias de la pandemia de COVID-19. A lo largo y a lo ancho de nuestro planeta, el Estado es –nuevamente– el protagonista del momento. En esta eterna serie de Netflix que parece ser la historia moderna, la autoridad política no siempre se ha mostrado en el centro de la escena. Otros actores como la iglesia, la sociedad civil o el mercado, han sido puestos en primer plano en diversos capítulos. Pero cuando el guión se vuelve complejo y la narración adquiere tintes dramáticos, el Estado es llamado a desempeñar su papel de estrella en la obra. No obstante su fama, al igual que Sylvester Stallone o Ricardo Darín, cuando aparece el Estado es para actuar de Estado, no podemos pedirle otra cosa. Más allá de que nos guste o no, su rol es, siempre, más o menos el mismo: resolver las situaciones que el resto de los personajes no pueden. Destrabar, posibilitar la continuidad de la trama.
Pero en una especie de encarnación de Walter White [1] para la teoría política, el rol de héroe o villano del Estado es motivo de intensos debates. Creo que en la actual situación, esta característica bifronte podría ser la explicación del aparente consenso sobre su rol protagónico y de la repentina extinción de la fauna que hasta hace poco recorría los medios pregonando menos intervención del gobierno en la sociedad. Avancemos un poco más con esta idea.
Algunos ven hoy un claro renacer del Estado benefactor a nivel global. Consideran que si algo tiene de positivo la crisis sanitaria –ya convertida en económica y social– que atraviesa al mundo y a nuestro país, es que evidencia la función insustituible que debe cumplir lo estatal. Aseguran que después de la pandemia estarán casi fuera de discusión la necesidad de una administración pública fuerte y eficiente que intervenga en, como mínimo, la salud, la educación, el mundo del trabajo y la seguridad social. En nuestro país esto se potencia al realizarse un comparación contra fáctica con lo que hubiera significado atravesar este momento de la mano de la gestión de Cambiemos: el desastre.
Pero al mismo tiempo, otros ven –y algunos hasta se tranquilizan con– el fortalecimiento de la cara inversa de nuestro Jano estatal. En su versión light o naif, el Estado paternalista, el Estado que nos cuida; en su versión orwelliana, el Estado vigilante, omnipresente y omnisciente.
En los años sesenta, Foucault caracterizó de forma magistral lo que él consideraba como la transformación central del siglo XIX, el pasaje del poder soberano al poder disciplinario y regularizador: si en la antigüedad los soberanos tenían el poder de hacer morir y dejar vivir a sus súbditos (fundamentalmente, de administrar la muerte), en la actualidad el poder del Estado consiste en hacer vivir y dejar morir a los ciudadanos (es decir, administrar la vida). Sin intenciones de repetir aquí ideas que invito a leer directamente de la pluma de su autor [2], Foucault diferencia la administración que los poderes políticos realizaban de las epidemias, como episodios de muerte multiplicada e inminente para todos, de un problema que pasará a ser gestionado de forma permanente a partir de mediados del siglo XVIII: el de las endemias. En contraposición a la repentina brutalidad de las muertes causadas por las epidemias, las endemias representan la enfermedad como fenómeno poblacional que “se desliza en la vida, la carcome constantemente, la disminuye y la debilita”. Para Foucault, la biopolítica, como tecnología de poder de nuestra época, se enfoca especialmente en el tratamiento de los fenómenos endémicos que de manera aleatoria afectan a la población a lo largo del tiempo, generando costos económicos –disminución de la fuerza de trabajo, necesidad de cuidados, etc.– que deben ser controlados.
En este sentido, pese a la conmoción que pueden provocar las escenas dantescas de centros de salud colapsados o cadáveres que se acumulan para ser trasladados en camiones a causa de la epidemia de COVID-19, la comparación del contador de muertos/afectados, que nos invade al abrir cualquier portal de noticias, queda relativizado al lado de una larga lista de enfermedades endémicas que arrojan cifras mucho mayores [3]. Cifras que son administradas por los poderes gubernamentales, generalmente, por fuera de la mirada atenta de la opinión pública. Por supuesto no es la intención de estas líneas quitar gravedad a la actual emergencia o desairar los esfuerzos extraordinarios de miles de personas que están poniendo el cuerpo a la lucha contra la pandemia. Por el contrario, busca resaltar que mientras los reflectores alumbran el ring donde la humanidad pelea con el virus para salvar la mayor cantidad de vidas posibles, afuera, en la calle, se pierden millones de ellas que no ocupan las primeras planas de los diarios. La reflexión no debe girar sobre la inconducente comparación de cifras, sino sobre la desproporción en nuestra reacción como sociedad frente a un fenómeno y el resto.
Pero volviendo a la cuestión que nos convoca, desde quienes observan este perfil de Jano, la epidemia de COVID-19 puede verse como la oportunidad que habilita el fortalecimiento de la faceta represiva del Estado. El Estado disciplinador y regulador de la vida y la muerte de sus habitantes. Una cara del Estado que está lejos de ser aquella instancia que armoniza la comunidad organizada y que permite que las personas persigan su propia felicidad en un marco de realización colectiva.
En uno de los intercambios de ideas más interesantes de estas semanas, el pensador coreano Byung-Chul Han le contesta a su par esloveno Slavoj Zizek –quien vislumbra que la pandemia de COVID-19 significa un golpe mortal al capitalismo que conocemos y vuelve posible la discusión de un nuevo tipo de comunismo– que el éxito que ha tenido China para controlar la expansión del virus en su población, frente a la inoperancia e incapacidad demostrada por la mayoría de las potencias occidentales, se transforma en el terreno propicio para exportar el Estado policial digital chino a nuestras sociedades [4].
La predicción de Chul Han –radicado en Alemania– nos parece hoy una lejana advertencia en momentos donde vemos por televisión las deficiencias del sistema gubernamental para controlar cuestiones infinitamente más básicas como el nivel de bancarización o los trámites digitales para gran parte de los argentinos. Sin embargo, no deja de ser una señal de alerta frente a la forma en la que nuestra sociedad –esa misma sociedad que consideramos portadora de un gran nivel de conciencia de sus derechos– se ha comportado frente a algo que se contagia aún más rápido que el virus, y para lo que no habrá nunca vacuna posible: el miedo. Basta recorrer nuestra lista de contactos en las redes sociales o grupos de WhatsApp para ver personas que han mutado en denunciadores o escrachadores seriales, al estilo de aquellos niños de la distópica Oceanía [5] capaces de delatar ante las autoridades los gestos de crítica al sistema de sus propios padres.
Entonces, el temporal consenso sobre un Estado presente puede encontrar su fundamento en que una porción de la sociedad está de acuerdo principalmente con la necesidad de fortalecer esa faceta disciplinaria. Con una autoridad que haga respetar la cuarentena, que detenga ciudadanos por la calle y les exija documentación, que vigile la entrada y salida de los pueblos –en alguno de ellos, incluso, se ha establecido una especie de toque de queda en determinados horarios–, que persiga a los sospechosos de incumplir las normas, que los vaya a buscar a sus casas si es necesario, que detecte a los infectados y los separe de quienes seguimos sanos. Imposible que el pasado no nos perturbe. Hasta la retórica se asemeja, con el ayer enemigo interno convertido hoy en “enemigo invisible”.
La tranquilidad que muchos sentimos de que en estos momentos el país esté gobernado por una fuerza política nacional, popular y democrática, profundamente respetuosa de los derechos humanos, no debe hacernos dejar de lado que el Estado no es el gobierno de turno y que los discursos y herramientas que hoy se utilizan para protegernos podrían mañana tener otros usos.
Jano tiene dos caras y, difícilmente, siempre nos muestre la misma.
Notas:
1- Protagonista de la serie Breaking Bad. Walter es un simple padre de familia y profesor de química de secundario que, luego de que le sea diagnosticado un cáncer terminal, ingresa al negocio del narcotráfico como fabricantes de metanfetaminas.
2- Foucault, Michael, “Defender la Sociedad”, Clase del 17 de marzo de 1976.
3- Hasta el momento (4 de abril), el COVID-19 ha provocado 60 mil muertes en el mundo. Incluso las peores proyecciones pierden su carácter apocalíptico si se las compara con la cifras de muertos por otras enfermedades que la OMS expone todos los años: por ejemplo, 4 millones de muertos por infecciones respiratorias agudas y neumonía, 1.5 millones por tuberculosis o 1 millón por VIH. Asombra aún más la comparación con las cifras de fallecidos a causa de problemas de salud relacionados con el tabaquismo o la malnutrición; 7 millones de muertos por consumo directo y 1,2 millones como consecuencia de la exposición involuntaria al humo del tabaco; y alrededor de 2 millones de muertos por diabetes. En Argentina, el COVID-19 ha provocado hasta ahora 42 muertes. Según datos del ministerio de salud, en 2018, fallecieron en nuestro país 32.000 personas por neumonía e influenza.
4- Chul Hang, B., “Coronavirus: la emergencia viral y el mundo del mañana”, El País, 22/03/20.
5- Oceanía es una de las potencias colectivistas, gobernada por el Big Brother, donde transcurre la trama de la novela 1984, de George Orwell.