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Por Fernando de la Vega, estudiante de Trabajo Social (UNAJ)

De vivir solo, a estar solo (una historia en la pandemia)

En la adolescencia contaba con dos sueños que circulaban periódicamente sobre mi cabeza. El primero, el que calaba más hondo en el alma, era el de vivir solo. Recuerdo como ese deseo tenía tanta potencia que había desarrollado cierta agudeza para identificar a aquellas personas que vivían solas y aquellas que no. A partir de la observación, había elaborado una serie de categorías que me permitían hacer ese tipo de determinación mientras paseaba por la calle. Cuando veía una persona entrando a una casa o edificio, según su actitud, el tamaño de su llavero, o el tipo de productos que traía del mercado, podía adivinar sobre su condición de residencia. Más allá que mis hipótesis resultaran incomprobables, estaba convencido que pocas llaves en el llavero, una mirada relajada, y una mueca sonriente al girar la cerradura eran pruebas suficientes para concluir que detrás de esa puerta gobernaba la feliz y tibia calma de la soledad. Por el contrario, en cuanto veía un ceño fruncido, un cuerpo castigadoo un llavero cargado, entonces debía estar frente a quien entra en el infierno de la convivencia. Esto dicho muy sintéticamente, pues todavía conservo libros de campo que describen detalladamente las particularidades de esta técnica. Con mucho tiempo y trabajo, logré cristalizar un avezado mecanismo de autosatisfacción que apuntalaba mi deseo de soledad cada vez con más fuerza.

El otro gran anhelo era el de vivir un acontecimiento mundial. Desde chico en las reuniones familiares, y más tarde en el colegio, me encontré atrapado en el sistema solar de los eventos históricos. La revolución rusa, la segunda guerra, el crack de los 30, el mayo francés… ¿Quién no ha soñado alguna vez con subirse a la máquina del tiempo para vivirlos en primera persona, o se ha conmovido con los testimonios de quienes fueron testigos privilegiados de esos tiempos? Ser protagonista o ser testigo me daba lo mismo, no tenía pretensiones al respecto, pero tener la oportunidad de vivirla en lugar de leerla me hacía la diferencia. Sin embargo, siendo hijo del consenso de Washington, de la globalización, y de los sistemas de control amables y seductores de la tecnología, la idea de que una piedra pudiese alborotar el lago tranquilo de un planeta adormecido se hizo cada vez más lejano, imposible. Mucho menos que esa piedra fuera lanzada por un organismo invisible al que no le importa nada ni nadie.

Oscar Wilde ya me había advertido sobre el cuidado que hay que tener con lo que se desea, y de haber sabido que mis dos máximos deseos resultaban contrapuestos me hubiese inclinado por solo uno de ellos. Porque consumados ambos, el resultado está siendo algo catastrófico.

La pandemia del coronavirus supone un universo muy complejo para determinar generalidades dentro de los múltiples conflictos que padecemos quienes vivimos solos, sobre todo porque deberíamos hacer un estudio social de caso al mejor estilo Mary Richmond. Habría que indagar uno por uno buscando exhaustivamente un patrón que nos otorgue alguna entidad. No es lo mismo la soledad del encierro cuando se está rodeado de objetos, que cuando se carece de ellos; no es lo mismo aquellos que ante la incertidumbre se vuelven prolíficos, que aquellos que nos entregamos al más nauseabundo sedentarismo; y definitivamente no es lo mismo quienes se desplazan con bastón por su casa, que quienes comienzan el día con cien abdominales a cuestas. Los recursos individuales y los condicionantes del medio de cada uno suponen atenuantes y agravantes diferentes.

Sin embargo, me conquista un inevitable impulso de hablar en plural, casi a modo de representante sindical:

  • No nos agradan los shows de la comunidad psicoanalítica de televisión dando consejos sobre las nuevas relaciones en el hogar, básicamente porque no tenemos con quien relacionarnos en nuestro hogar, a excepción de plantas y mascotas. Preferimos la intervención de veterinarios y botánicos.
  • Vemos con buenos ojos que las familias estén desempolvando los juegos de mesa, es un maravilloso acto de rebeldía contra el yugo opresor de la conectividad y las pantallas, pero sepan que nosotros no tenemos con quien jugar, nuestros dados y tableros siguen en el placard durmiendo el sueño de los justos.
  • A los operadores de cable: Los films sobre navidad nos deprimen, producciones como “El náufrago” nos resultan más estimulantes.

Pero hablando en serio, y más allá de este manifiesto de tonteras que utilizo para descontracturar la reclusión por tiempo indeterminado, es preciso prestarle atención a las dificultades que sufren quienes viven solos en condiciones de aislamiento. La cuarentena en soledad es un fenómeno muy poco estudiado y resultará importante(una vez que la emergencia se supere)recopilar las historias que empezarán a circular sobre las angustias, frustraciones y secuelas que se desprenden de esa especie de meta-aislamiento. Sería interesante desde la carrera de trabajo social de nuestra universidad promover la producción de conocimiento al respecto, tanto por ser un territorio virgen como por ser un objeto de interés para nuestro campo de estudio.

Según las escritoras Eva Muchinik y Susana Seidman, la soledad se define como “el sentimiento prolongado, desagradable, involuntario, de no estar relacionado significativamente o de manera próxima con alguien”. Y me parece una definición acertada, no hay equivalencias entre vivir solo y estar solo, existe una distancia kilométrica entre ellos, o existía hasta que un bichito microscópico las ha unido en un solo y desastroso fenómeno. Será cuestión de aguantar con lazos virtuales y entretenimientos efímeros hasta que esa distancia vuelva a darle lugar a la dicotomía en el exilio.

Finalmente, quisiera contarles que entre tantas preguntas sin respuestas, así como nuevas e inexplicables sensaciones, me ha invadidouna especie de regresión repentina y he vuelto a mi vieja práctica de observar a las personas que entran a sus casas, lo hago desde mi ventana y cuando salgo a la calle a buscar comida o alcohol en gel. Una vez más tengo la firme convicción de reconocer a las personas que viven solas, aunque los indicios han cambiado desde la otrora experiencia adolescente. Esta vez no aparece ni la mirada relajada, ni la mueca sonriente, ni la feliz calma de la soledad. Esta vez se refleja una pegunta tormentosa, la misma que yo me hago todos los días: ¿Cuándo terminará esto? Porque sinceramente, necesitamos volver a vivir solos y dejar de estar solos.

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