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Por MS.c. Elaine Martínez Betancourt, Universidad de Sancti Spiritus, Cuba

Cuba: Nuevo sentido de la cohesión social

Casi siempre la problemática de la cohesión social ha estado asociada a grandes momentos de cambio y su consecuente fragmentación de la realidad social. El desmoronamiento de lo socialmente establecido, así como las expectativas en torno a las nuevas oportunidades hacen que incertidumbre y oposición recorran el espíritu de los distintos sectores sociales.

Inserta en el discurso sociológico clásico y contemporáneo, en el modelo social europeo y en las visiones de múltiples investigadores latinoamericanos, la complejidad que reviste su definición nos conduce por un camino de peliagudas reflexiones, muy pocas veces unívocas y si distintivas de su carácter polisémico. Lo cierto es que la cohesión social como construcción social es histórica y cambiante, toda vez que responde a objetivos concretos de un contexto determinado. Se trata de la naturaleza, las características que distinguen la interacción y relaciones propias de los individuos, pasando por los órdenes de lo político, económico, socio-cultural y territorial, para como alternativa de los pueblos enfrentar el dominio del sistema capitalista actual.

Al hacer hincapié en la capacidad de los individuos de establecer vínculos sociales, nosotros tomaremos en referencia –sin desdeñar al resto- a la dimensión sociocultural. La alusión a esta dimensión -vital en la actualidad- no implica una apelación conservadora al discurso sociológico tradicional o a inventarios de acervo sociocultural de épocas pasadas. Hoy no basta con hacer la mera apología de la identificación con el otro, el sentido de pertenencia, la aceptación de la diversidad, los valores compartidos o incluso la anomia, exclusión o enajenación que experimentan los sujetos sociales. Giddens (1994) expresó un punto de vista parecido cuando observó que, aunque a menudo se parte de defender la tradición, “ya no podemos defender la tradición de modo tradicional”.

En tiempos de COVID-19, este ciertamente es un punto crucial. Aun cuando nuestro propósito dista de hacer un recorrido clínico por la enfermedad, un análisis sobre sus repercusiones económicas o el simple balance de las decisiones políticas mal tomadas, abordar el tema nos compromete una vez más con el futuro de la verdadera riqueza de las naciones: su gente. Sabiendo que dentro de los principales artilugios para combatirla se encuentra el aislamiento social, consideramos impostergable retomar el nuevo sentido de la vieja pregunta acerca de cómo se constituyen los lazos sociales.

Si bien el capital neoliberal y globalizador no deja de enfrentarse contra cualquier manifestación que le sea adversa, los mecanismos mediante los cuales procura fijar las individualidades, tolerar las diferencias y reconocer al otro, no son ya las formas centralizadoras y homogeneizadoras de antaño. En este aspecto, me apropio del concepto de etnofagia de Díaz-Polanco (1991) cuando explica el efecto absorbente y asimilador que el sistema capitalista imperial promueve por otros medios, es decir, el proceso por el cual su cultura dominante busca engullir o devorar a las múltiples y diferentes identidades-nacionales y locales- mediante la atracción, la seducción y la transformación. Por tanto, cada vez más los ataques se disfrazan en un conjunto de imanes socioculturales y económicos desplegados para atraer, desarticular y disolver a los diferentes grupos sociales.

A su favor, las diversas conciencias individuales experimentan pruebas muy nuevas de soledad, reproducen las identidades de palimpsesto de Bauman o se autocolonizan con el multiculturalismo descrito por Žižek. Por derrame, se impone el desarme de cualquier síntoma que indique un retorno al atributo colectivo inherente de la especie humana. Siendo así, esta dimensión tiene que perfilarse en tanto caldo de cultivo de la energía, frecuencia e intensidad de la interacción de los individuos, aportando de modo novedoso a la construcción moderna de eso que llaman lo social, lo colectivo.

Hoy, la renovación de sus pilastras comienza precisamente con el aprovechamiento de las potencialidades/posibilidades de la individualidad, en contravención a las lecturas negativas de sus consecuencias. En voz de Bauman, el hecho es que todos somos individuos; no por elección, sino por necesidad. No obstante, el sociólogo polaco recuerda que muchos de nosotros hemos sido individualizados -por el aumento sin precedentes de la libertad individual y su distribución cada vez más polarizada-, sin convertirnos verdaderamente en individuos. Entonces, la pregunta que se mantiene latente es cómo conciliar en esa construcción de lo social una acción humana individual que no se mueva por intereses utilitarios, individualizados, sino que de paso al círculo cálido de afecto y sentido al que hace mención Redfield.

Por tratarse de la dimensión que sitúa cara a cara a los individuos, la respuesta parte de poner fin al recelo que sobre el bien común han venido a sembrar esas libertades individuales. Ya no son necesarias producciones teóricas o espacios de intervención profesional -diciéndose pluralistas, humanistas o progresistas, y sin embargo leyéndose o viéndose pesimistas- repitiéndole al individuo que cualquier cosa que puedan hacer cuando se unen conlleva una limitación de su libertad. Tampoco se precisan más profetas modernos que se propongan ilustrar a un individuo-objeto con la luz del saber. Razonando en este sentido, no es posible continuar justificando la comparación, elección y finalmente aceptación de una mejor opción de modelo social, por la falta de cuestionamiento a sí mismos o el desuso de la facultad de la razón que -según Immanuel Kant- posee cada uno de nosotros.

Ahora sabemos que la cuestión radica en la capacidad y derecho de elección asociada a la autodeterminación del individuo, que le permita reincrustarse solo, cuando en igual medida, ha conducido y protagonizado el proceso constructivo de lo social. Esto es, aquel individuo que una vez dueño de su destino retoma con relevancia tópica (término de Alfred Schütz), responsabilidad individual de elección y auto constitución deliberada y reflexiva, las razones comunes que hacen a lo social no su enemigo, sino la condición que tanto necesita para su accionar. Bajo esta capacidad práctica de autodeterminación, por tanto, se rompen o al menos enfrentan y resisten, los embates individualizadores del programa moderno.

Por añadidura, cada individuo entra en esta dimensión como un individuo diverso, con sus propias y diferentes circunspecciones de lo que es “estar en sociedad”, “ser parte de una colectividad” y sus posicionamientos sobre cómo considera deben ser y son los valores colectivos, la identidad y la seguridad en ella. Sin embargo, el asunto no termina allí. Replantearse subjetiva y críticamente estas cuestiones, trae consigo el replanteamiento de las maneras en las que se va a actuar socialmente, es decir, que el individuo portador de una nueva subjetividad se torna en agente hacedor de relaciones concretas, diversas, que encarnan –transformando- el conjunto de lo social.

Materializar estas relaciones junto a otros precisa, en primer lugar, de la superación de las contradicciones de la diversidad con la igualdad. Reconocer diferencia entraña reconocer igualdad y viceversa, asegura Díaz-Polanco. Se trata de un fin único: conectar individuos que se reconocen por la legitimidad de sus diferencias –ya sea por etnia, credo, género, sexo, color de la piel-, de su pensamiento –saberes, lenguajes, imaginarios, memorias- y sus experiencias concretas de actuación individual y colectiva, en la base de estrategias viables y comunes a todos, y viceversa.

Mirando a lo anterior, es necesario hacer de esta reciprocidad una práctica más allá del levantamiento abstracto de lo diverso o la conciliación superficial e igualitaria de intereses. Permitiéndonos reconstruirla en un nivel diferente, Espina viene a recordar: toda diversidad, que se expresa no en una burbuja, sino en una sociedad ella misma diversa, necesita una base de igualdad de reconocimiento; en criterio nuestro, que se complementa y enriquece ahora por la acción inmediata de cada uno de esos diversos. De este modo, el reconocimiento de la acción conjunta de individuos diversos se convierte en un engrase especial, que diluye las formas discriminatorias propias e históricamente reproducidas por las colectividades y convida a la indisoluble horizontalidad, colectivismo, compromiso y solidaridad social.

La notoriedad que adquieren estos valores sociales incorpora en un segundo momento, la permanente y activa verificación de las relaciones en construcción. Significa que, una vez que se fundan colectivamente, socializarlos -que puede ser por el sentido de pertenencia de Mora, la cotidianeidad que conforma el habitus de Bourdieu, la descolonización de Korol o simplemente por la fuerza que reúne el gesto colectivo- interpela una revisión de las maneras aprendidas de relacionarse de los individuos, una clarificación de cuales son objetivos, intereses y metas dispuestos a compartir y una identificación con el otro, solo posible en la medida en que se atempera a espacios reales, orgánicos y abarcadores.

Por aquí entra el tercer aterrizaje de estas relaciones. Para Díaz-Polanco, tales espacios solo encuentran cabida bajo el sentido de la comunidad, esto es, aquella que se construye territorialmente, no en referencia a las comunidades preexistentes, pero tampoco a las seudo comunidades postmodernas o a los no lugares de la individualidad solitaria de Marc Augé. El envite mayor descansa si, en la recomposición del lazo social, pero, desde una visión del mundo y unas prácticas que se enraízan en los propios ejes comunitarios porque, orgullosos de sus tradiciones y costumbres los individuos no doblan la rodilla ante los hábitos, manías y prejuicios de aquellos que inequívocamente definen a los suyos, superiores.

Sin que territorialmente signifique, destruir –incluso antes de haber nacido- a la comunidad, se trata de crear colectivamente, en un diálogo con los diferentes saberes y por la exaltación de lo humano, una colectividad que se piensa abierta a su interior y guardiana de la coexistencia cooperativa y liberadora que sustenta a sus fronteras. Mantenernos vivos como comunidad, simboliza poner en marcha formas armónicas de identidad y seguridad que conectan a los individuos del nivel micro con sus sucedáneos, y con los del nivel macro. Es precisamente la comunidad que incorpora en su ruralidad o urbanismo como modo de vida, ya no a multitudes anónimas, extraños o auténticas “otredades universales”, como las denomina Benjamin Nelson.

Un proceso fundente de comunidades autónomas solo es posible entonces por individuos que, alcanzando la condición de ciudadanos autónomos, deciden colectivamente sobre sus asuntos sociales, destierran la supremacía de lo mercantilizado y sustentan desde la responsabilidad individual y la solidaridad social, relaciones sociales sólidas y libertarias, inutilizando por fin, las formas fugaces de asociación propuestas por Sennett.

Con este telón de fondo, es claro que la defensa de la cohesión social es un factor crucial en la presente etapa histórica signada por la pandemia quizás como nunca antes lo fue. Pero no se trata de la cohesión promovida por las agencias europeas ni de la correspondiente retórica latinoamericana. Estamos hablando de otra cohesión: aquella que por su naturaleza participativa da sentido duradero y profundo al sujeto social, que se funda en vínculos, interacciones y nexos sociales con alguna referencia territorial, enraizada en la alteridad y pluralidad de sus protagonistas, y en cuyo ámbito son capaces de construir no sólo sentido de pertenencia sino además proyectos comunes de alcance social.

En cualquier caso, los desafíos reales que afrontemos en el trance de construir la cohesión social no deben disminuir sino afirmar la convicción de que es en un contexto histórico-social concreto en toda su extensa gama -desde lo local hasta la comunidad nacional – en donde se encuentra una de las claves fundamentales para encarar con éxito las amenazas que implica el sistema capitalista actual y, así, abrir el camino hacia otro mundo posible.

Bibliografía

Giddens, A. (1994). Más allá de la izquierda y la derecha. El futuro de las políticas radicales. Madrid. Cátedra.

Díaz-Polanco, H. (1991).Autonomía regional. La autodeterminación de los pueblos indios.México. Siglo XXI Editores.

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