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Por Macarena Kunkel. Licenciada en Relaciones del Trabajo (UNAJ). Abogada (UBA). Docente de la Licenciatura en Trabajo Social. Investigadora del Programa de Estudios de Género (PEG-UNAJ) y del Programa en Gobierno, Políticas Públicas y Transformación Social (PIGOPP-UNAJ).

Eso que llaman amor sostiene la economía

Desde que nacemos, a las mujeres nos van inculcando de forma sutil -y a veces no tanto- una idea que acaba por ser naturalizada: tenemos una vocación innata para criar, educar y cuidar a otres. Jugamos a ser madres con bebés de plástico, nos regalan cocinitas, planchas, escobas, juegos de enfermeras y disfraces de maestras. Sin embargo, para muchas de nosotras hubo un antes y un después en nuestras vidas: el feminismo, que llevó a que esas prácticas antes vistas como inocentes comenzaran a resultarnos espeluznantes.

Al hablar de trabajo doméstico y de cuidados no remunerado (TDCNR) hacemos referencia a las tareas que mayoritariamente realizan las mujeres en el seno de sus hogares y que incluyen cocinar, lavar, planchar, cuidar de niñes, adolescentes, adultes mayores y personas dependientes. Tal como indica la economista Corina Rodríguez Enríquez (2015), se trata de “actividades indispensables para satisfacer las necesidades básicas de la existencia y reproducción de las personas, brindándoles los elementos físicos y simbólicos que les permiten vivir en sociedad” (1). Esta batería de tareas incluye el cuidado directo de otras personas, la provisión de las precondiciones del cuidado (limpiar la casa, hacer las compras, preparar la comida) y la gestión del cuidado (coordinar horarios, trasladar a otres, supervisar el trabajo de la empleada doméstica). Sin estas actividades el sistema económico y el sistema productivo no podría funcionar, porque son tareas que aseguran el mantenimiento, la reposición y la reproducción de la fuerza de trabajo.

Como hito fundamental para pensar en el origen de la distribución desigual de lo doméstico entre géneros, podemos marcar a la Revolución Industrial, que promovió la separación entre la esfera de producción doméstica (inactividad) y la mercantil (actividad). Fue así como el “trabajo” comenzó a ser vinculado a la producción y a la retribución económica como forma de calcular su valor, en tanto que la esfera doméstica quedó reservada para las “tareas reproductivas”. Esto construyó paulatinamente la simbolización de “la mujer en la casa y el hombre en la plaza”, que fue acompañada por discursos sobre supuestas diferencias biológico-sexuales entre los géneros que generaban habilidades inherentes a las mujeres para lo privado y a los varones para lo público. En ese sentido, tal como afirma Eliana Aspiazu (2014) (2) la incorporación masiva de las mujeres en el mercado laboral no fue acompañada por cambios en la forma de estructurar al ámbito doméstico, lo que generó una sobrecarga de trabajo para las mujeres, a la que se denomina “doble jornada laboral”. La noción de stalled revolution se refiere a que las profundas transformaciones en la trayectoria laboral femenina en el mundo público no tuvieron como contrapartida un verdadero aumento en las responsabilidades de los varones en el ámbito doméstico.

Los intentos por visibilizar estas tareas comenzaron en gran medida a partir de la consigna “lo personal es político”, popularizada en la década de 1970 por la Segunda Ola Feminista. Aquella frase condensó un nuevo enfoque del feminismo y, en ese contexto, hubo un vértice de debate que emergió con fuerza: la desigualdad hacia el corazón de los hogares, el desequilibrio en el ámbito privado. Proliferaron estudios analizando la función del trabajo doméstico no remunerado en el marco del sistema capitalista y reflexionando sobre la funcionalidad de las amas de casa como encargadas de la reproducción de la fuerza de trabajo y de la contención de la rebelión social. Diversas voces comenzaron a denunciar que incluso las mujeres que trabajaban asalariadamente continuaban a cargo de lo doméstico, elevando su jornada laboral total a 14 hs diarias. Además, al desempeñarse fuera del hogar solían hacerlo en empleos feminizados, como enfermeras, maestras, camareras, costureras o empleadas domésticas. En ese marco, la frase “eso que llaman amor es trabajo no pago”, acuñada por Silvia Federici, se convirtió en un emblema para el feminismo.

Isabel Larguía (1976) (3) describió a la casa como una de las formas más primitivas de empresa, porque la familia obrera no se sostiene solo con el salario, sino que antes, durante y después del acto de consumir un determinado producto o servicio existe una cantidad de trabajo que es necesario realizar. Así, la división sexual del trabajo fue posible porque a la mujer se la marginó de la esfera de intercambio, donde todos los valores giraban en torno a la acumulación de riquezas. Esta afirmación resulta central porque, justamente, el producto invisible de la ama de casa es la fuerza de trabajo.

En la actualidad, aún para las mujeres que trabajan de forma remunerada fuera del hogar, los cuidados no sólo no disminuyen, sino que son un inhibidor de posibilidades, debido a que los empleadores prefieren contratar a varones, antes que a mujeres madres o en edad fértil. Incluso, suele circular la idea de que si una mujer decide incorporarse al mercado laboral es su responsabilidad individual resolver el funcionamiento de la familia. Se denomina “doble presencia-ausencia” a la sensación de estar y a la vez no estar en los dos espacios, que constituye a la experiencia cotidiana de las mujeres en una negociación continua en los distintos ámbitos.

La trama de la desigualdad laboral genera pisos pegajosos, escaleras rotas y techos de cristal que dificultan a las mujeres alcanzar empleos de calidad, permanecer en sus trabajos sin interrupciones y ocupar puestos jerárquicos. Esto se explica en gran medida por la feminización de los cuidados y por la idea persistente de que existen dos esferas en la vida humana: la pública-masculina y la privada/doméstica-femenina.

La economía feminista ha analizado críticamente aquellas mediciones de mercado que ignoran lo doméstico, afirmando que debieran ser repensadas tanto las cifras e indicadores que se utilizan para medir el producto bruto interno (PIB) y el producto nacional bruto (PNB). Sin lugar a duda, en el caso argentino, el Estado está en deuda respecto a la medición del TDCNR, que ha sido históricamente infravalorado en la mayor parte en las estadísticas nacionales sobre la población activa, el PIB y la renta nacional.

Sin embargo, desde la asunción del nuevo gobierno en 2019, la agenda de los cuidados pareciera haberse convertido en una prioridad. Se creó la Dirección Nac. de Políticas de Cuidado (Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad), la Dirección Nac. de Cuidados Integrales (Ministerio de Desarrollo Social) y la Dirección Nac. de Economía, Igualdad y Género (Ministerio de Economía). Además, se articuló la Mesa Interministerial de Políticas de Cuidado, coordinada por el Ministerio de las Mujeres, que reúne a 12 organismos del Poder Ejecutivo Nacional.

En ese marco, a fines de agosto la Dirección de Economía, Igualdad y Género publicó el informe “Los cuidados, un sector económico estratégico” (4) en el que se mide el aporte del TDCNR al PIB. A partir de datos de la Encuesta Permanente de Hogares del INDEC, estiman que las tareas de TDCNR ascienden al 15,9% del PBI. Esto convierte al sector de los cuidados en el que más aporta a la economía, secundado por la industria (13,2%) y el comercio (13%). A su vez, la Encuesta de Uso del Tiempo del INDEC y el informe dan cuenta de que en Argentina las mujeres realizan el 75% de las tareas domésticas no remuneradas, y el 88,9% participan de estas tareas dedicándole 6,4hs por día. Esa cantidad de horas se encuentra a mitad de camino entre la carga horaria de un trabajo a tiempo parcial y uno a tiempo completo, con la diferencia de que es tiempo destinado a tareas que no son valoradas, reconocidas ni retribuidas como trabajo, dejando a quien las realiza en una posición de suma vulnerabilidad. Por su parte, sólo el 57,9% de los varones participa en estos trabajos, dedicándole un promedio de 3,4hs diarias.

La publicación de estos datos oficiales constituye un avance sin precedentes en nuestro país y deja entrever una decisión política contundente de avanzar hacia el reconocimiento del aporte que el TDCNR hace al sostenimiento de la vida en sociedad. Sin embargo, los desafíos por delante son innumerables y deberán enfrentar prácticas históricamente arraigadas. Necesitamos desarrollar nuevos marcos analíticos en economía, nuevas legislaciones en derecho y nuevas perspectivas en lo social, para integrar el análisis de todas estas actividades realizadas tradicionalmente por las mujeres en los hogares y lograr así que dichos trabajos se consideren en el diseño de las políticas públicas desde una mirada interdisciplinaria. Para ello, es imprescindible afianzar la lucha por la democratización de las relaciones en el espacio doméstico y exigir la creación de un Sistema Nacional de Cuidados.


Notas:

  1. Rodríguez Enriquez, C. y Marzonetto, G. (2015). “Organización social del cuidado y desigualdad: el déficit de políticas públicas de cuidado en Argentina”. En Revista Perspectivas de Políticas Públicas Año 4 Nº 8 (Enero-Junio 2015) ISSN 1853-9254
  2. Aspiazu, E. (2014). Conciliación entre trabajo y responsabilidades familiares: una revisión teórica con enfoque de género. Investigium IRE: Ciencias Sociales y Humanas, (1), 177-194. ISSN 2216-1473. Plataforma NULAN (UNMDP).
  3. Larguía, I. y Dumoulin, J. (1976) Hacia una ciencia de la liberación de la mujer. Editorial Anagrama.
  4. Disponible en: https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/los_cuidados_-_un_sector_economico_estrategico_0.pdf

Universidad Nacional Arturo Jauretche
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ISSN 2545-7128

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